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La mujer que murió en la hora de París

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[Cuando estuve en Barranquilla, la madre de Valen nos contó una historia de una amiga suya que había estado en París y, cuando volvió a Colombia, no cambió la hora para poder sacar el tema de que había estado allí todo lo humanamente posible. Por un lado, la historia me pareció extremadamente graciosa y, por otro, extrañamente poética. Al final, en vez de una comedia, la historia sacó esto de mí.]

No había cambiado su reloj de hora tras volver de París.
En su muñeca, su corazón palpitaba horas antes, siempre adelantado.
Pasaron los años costeños y ella siempre estaba delante,
viendo el tiempo venir.
Las agujas avanzaban igual, inevitables,
pero hacía horas que lo sabía.
Aún seguía en su huso sin pisarlo,
como si su cuerpo fuera solo un avatar
de su verdadera persona.
El calor y el sol radiante desconcertaban
porque sentía la brisa fría de los Campos Elíseos
acariciando su cara, moviendo su vestido.
Las nubes cubrían con convicción
los cielos de otoño de Barranquilla,
siempre horas antes,
siempre en una terraza frente al Sena.
Y el día llegó antes a su mente.
Por una vez, quiso volver.
Por última vez, quiso limpiar
el sudor de su frente
y mirar al cielo de Colombia,
dejar atrás los adoquines parisinos,
y tener solo unas horas más
para sentarse frente al ventilador
y ver cómo secaba sus lágrimas.

Barranquilla

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Como creada con  piezas de puzzles de otras ciudades que no terminan de encajar, en el norte de Colombia brota sin convicción Barranquilla, una ciudad habitada por gente convencida y que da la sensación de tener siempre un lugar al que ir, incluso cuando está parada. Una ciudad comunicada por caminos de baldosas amarillas en constante movimiento, una ciudad de caos ordenado que parece decir, "yo sé dónde está todo, soy ordenada en mi desorden".

Una especie de Los Ángeles latino, de Habana hipercapitalista, con nada y todo. Cosmopolita y rural, un pueblo de casi 2 millones de almas. Una ciudad completa a medio terminar en la que solo es constante lo inconstante y el clima. Nueva y vieja, moderna y antigua, como sacada de una novela de ciencia ficción en la que se construyó una ciudad latina después del apocalipsis, mezclando referencias y sin conocer cómo habían sido en la realidad. Nerviosa, despierta, relajada y dormida, siempre activa y creciendo pero congelada en un extraño estado de movimiento permanente que palpita a ritmo de salsa y vallenato.

Sí, lo voy a decir, Barranquilla es una ciudad de contrastes, y nunca fue más apropiado usar esa expresión. Y, si por algo lleva la ciudad casi 400 años en pie (aunque no parezca haber una piedra con más de 25), ha de ser porque la gente la une sin notarlo, con su ritmo costeño, su tradición, su gastronomía, su sospechosa (para el europeo desconfiado) amabilidad y capacidad de acoger a cualquiera que caiga en sus redes.

Oscura, luminosa, calurosa, húmeda, industrial, comercial hasta la locura, esta sobre-dimensionada aldea, tan cerca del mar que casi puede saborearlo, aunque le da la espalda como a una imposible conquista, siempre en medio de algún plan para mejorarse añadiendo más piezas a su puzzle (más que puliendo las piezas encajadas a martillazos que ya forman parte de su paisaje) y una experiencia diferente a todo lo que he experimentado en mi vida.

Probablemente, siendo justos, los contrastes y contradicciones de la ciudad me resultaron oníricos, apetecibles y encantadores porque tuve la suerte de conocerla acogido por mi familia adoptiva, guiado y amado, ¿sentiría lo mismo alguien que se despierta después de un golpe o una borrachera en una de sus calles, sin referencias y cara amigas? Nunca lo sabré, tengo casa allí y la sensación de que nunca me perdería en su desastre, aunque solo sea por la sensación de que siempre tienes un ancla hacia la que puedes volver, eslabón a eslabón, a esperar que deje de llover y Barranquilla pueda volver a existir.