Cuentan las crónicas que mucho tiempo atrás hubo un señor feo, pero que muy feo. Tanto que no podía salir a la calle sin que los vecinos lo llamaran feo, ni viajar sin que los desconocidos lo llamaran feo. Cuando alguien hablaba de fealdad, siempre lo ponían de ejemplo. Y cuando se escribían libros sobre la fealdad, su fotografía aparecía siempre en páginas destacadas. Llegó el momento en que el señor feo no pudo soportar todo aquello. Y, así, decidió comenzar a llevar ante los tribunales a todo aquel que osara constatar la evidencia. Primero comenzó con el tendero de enfrente, que solía recibirlo con un: “¿Qué quieres, feo?”. Y ganó la querella. Luego, denunció a dos primos suyos, que no paraban de repetirle: ¿Quién es mi primito más feo?”. Y cosechó otra victoria.
Envalentonado con los resultados, el señor feo decidió demandar a todo su edificio, por la osadía de colgar en la fachada una pancarta con el texto: “Aquí vive un tío muy feo”. Y volvió a triunfar. Ciego de éxito y de valor, comenzó a demandar a todo cuanto se movía y hablaba, pues no había ser vivo sobre la tierra con el don de la palabra que se resistiera a llamarlo feo. Los jueces comenzaron a preocuparse cuando llegaron los pleitos multitudinarios contra pueblos enteros, ciudades enteras, países enteros, o contra insignes escritores y medios de comunicación. La situación era insostenible, pues no sólo el tipo era feo con ganas, sino que daba la impresión de que la Justicia se había vuelto del revés, pues sólo una Justicia extremadamente peculiar podía dar por buena la criminalización de toda la ciudadanía en defensa de un solo ciudadano.
Así que el señor feo comenzó a perder sentencias, aunque siguió ganando otras, y así durante un largo tiempo hasta que, definitivamente, se impuso la necesidad de unificar. Reunidos magistrados y legisladores, llegaron al fin a una conclusión: el mal no estaba en la constatación de la evidencia, sino en la propia fealdad del personaje. Cualquier referencia a la misma podía darse como natural e incluso justificada, aunque algún remedio había que buscar al daño moral que se infringía continuamente al desdichado. La solución no tardó en llegar, en formato de fallo judicial con categoría de jurisprudencia:
“Ante la imposibilidad de condenar a todos los seres humanos del planeta por la constatación de una fea, pero cruda realidad, instamos al demandante a someterse urgentemente a una intervención de cirugía estética, acabando de raíz con el origen de toda esta polémica. Sin fealdad no hay feo; sin feo no hay posibilidad de constatar; y sin constatación, es ya imposible el daño moral”.
Fue el momento en que el señor feo comenzó a demandar a jueces y fiscales. Apenas unos meses antes de someterse, derrotado, a un cambio radical de ‘look’ y conciencia.
La parábola del señor feo
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