Reflexiones de un vago para otro vago

[Este texto no está basado en hechos reales porque soy demasiado vago como para recordar cosas que me han pasado de verdad: es más fácil inventarlas.]

Ha llegado un punto de mi vida en que no trabajo porque no tenga nada que hacer, sino porque no hay nadie controlando si lo hago o no, porque, a corto plazo, no marca ninguna diferencia. Supongo que existe eso que llaman responsabilidad y que debería de impulsarme a hacerlo de todos modos, pero soy de esas personas que se mantienen en la cuerda floja entre trabajar y no hacerlo cuando tienen un trabajo que no les apasiona. E, incluso, cuando es así, el que sea una obligación, algo que hay que hacer, hace que se mitigue hasta el punto en el que se funde y se convierte en el mismo fango apestoso que cualquier otro. Sé que hay gente que dice que adora su trabajo. Y yo les creo. Creo que se lo creen, pero creo que se engañan, que no es cierto y que nadie puede adorar su trabajo porque es, eso, un trabajo. En lo más profundo de su alma, lo saben, pero es mejor, estoy de acuerdo, olvidarlo, ocultarlo, para hacer la vida mucho más llevadera. Incluso cuando el trabajo es no hacer nada, se convierte en una obligación y preferirías que alguien te mandara algo. Estoy seguro. Por desgracia, nunca he tenido uno de esos trabajos, lo que pasa es que intento convertirlos en algo parecido hasta el punto que me sea posible. En ese momento en que no haces nada, pero tu trabajo no es ése, es cuando no hacer nada es genial.

A veces me despierto media hora antes de que suene el despertador. Normalmente lo que suele pasarme es que me despierto justo antes de que suene la alarma, incluso cuando he cambiado la hora habitual y la he atrasado. Lo odio. Sé que hay gente que prefiere despertarse antes de que suene la alarma, para evitar sobresaltos, pero yo me alimento de ellos: un sobre salto cuando estoy dormido me pone a cien. Esa desagradable inyección de adrenalina, es lo que hace que pueda abandonar el confort y el calor de las sábanas y pueda adentrarme en un nuevo y miserable día. Y es que me encanta dormir. Recuerdo que alguien me dijo una vez que dormir estaba sobrevalorado y no podría estar más en desacuerdo, porque creo que es lo mejor del mundo. Me alegro de que un tercio de mi vida lo pase durmiendo.

Cuando no tienes nada que hacer, nadie con quien quedar o nada con lo que entretenerte, es cuando ocurren las cosas más extrañas. Si estás haciendo cualquier estupidez y alguien te dice que levantes tu vago trasero y hagas tal o cual cosa, luchas con uñas y dientes para que no ocurra. Sin embargo, aburrido y sin nada que hacer, es cuando se te ocurre hacer esas cosas por ti mismo, incluso hasta levantarte del sofá o la cama y salir de casa. Cosas que pasan. También ocurre que hay ciertas cosas que nunca se hacen, hasta que lo que realmente tienes que hacer, es una peor alternativa. En ese momento, hay cosas que parecen mejores de lo que serían en otras circunstancias. Recuerdo, por ejemplo, cuando era estudiante y tenía que preparar los exámenes. En aquellos breves periodos de estudio, era cuando mi casa estaba más limpia y ordenada, cuando no había nada que fregar o frotar. Sin embargo, cuando no hay nada más que hacer, la limpieza resulta algo que se rechaza, algo curioso teniendo en cuenta lo que nos gusta que todo esté limpio después.

En mi vocabulario, la palabra “procrastinar” no entró hasta que ya era un hombre hecho y derecho. Sin embargo, era algo que llevaba haciendo desde que nací, peleándome con el refrán popular, y ciertamente bastante acertado, de “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Para mí, mañana siempre era un día mucho mejor que hoy, y teniendo en cuenta que, al día siguiente, aquel mañana se convertía en un hoy, el asunto era, siguiendo con los refranes, como “la pescadilla que se muerde la cola”.

Hay una cosa para la que hay gente que parece tener un don especial. Admito que no es nada sencillo y que yo lo he practicado, como más o menos éxito, pero que me gustaría ser un experto. Hablo, por supuesto, del arte de “hacer como que haces algo”, imprescindible para la supervivencia del trabajador actual. Es algo complejo y que depende mucho del puesto de cada uno, pero siempre hay una forma de sacarlo adelante. Recuerdo que un amigo me contó que para que pareciera que hacían algo, cuando llegaba el supervisor siempre hablaban con él con las manos a la espalda, porque si las cruzaban por delante, se convertía en una realidad explícita que abofeteaba al encargado el hecho de que allí nadie estaba pegando un palo al agua. Si al final una se convierte en alguien que tenga una cierta habilidad en la materia, será capaz de pasar ciertos periodos del día descansando la vista, las piernas o lo que toque. Si, por ejemplo, trabajan con un ordenador, procuren buscarse uno en el que la pantalla sea cosa suya, es decir, que nadie más tenga acceso visual a lo que está usted haciendo. De este modo, puede fingir estar escribiendo algo del trabajo cuando en realidad está haciendo cualquier otra cosa, como jugar al solitario, navegar por Internet o escribir sus memorias.

3 comentarios:

  1. ¡Hombre! Cómo echaba yo de menos tu vena literaria... estaba ya hasta preocupada, pensando si habrías perdido la inspiración o el boli que escribe historias sólo.
    Ésta me ha gustado bastante (en cierto sentido el protagonista me ha recordado a la conjura de los necios, aunque aquél nunca hubiera limpiado nada...). Muy bien.

    ResponderEliminar
  2. No te apures, la cosa va por épocas y por formatos y últimamente tenía una libreta bastante usada pero no había decidido poner nada por aquí, no porque se me hubiera olvidado, sino más bien porque lo tenía algo abandonado y olvidado.
    ¡Me alegro de que te guste!

    ResponderEliminar
  3. Dani me das envidia, yo estoy en dique seco cual Hank Moody...pero sin los extras. Mi blog literario/personal (no El tercer miope) es una basura...vacía...a ver si se me ocurre algo interesante y publico de una vez!

    ResponderEliminar