[Cuando estuve en Barranquilla, la madre de Valen nos contó una historia de una amiga suya que había estado en París y, cuando volvió a Colombia, no cambió la hora para poder sacar el tema de que había estado allí todo lo humanamente posible. Por un lado, la historia me pareció extremadamente graciosa y, por otro, extrañamente poética. Al final, en vez de una comedia, la historia sacó esto de mí.]
En su muñeca, su corazón palpitaba horas antes, siempre adelantado.
Pasaron los años costeños y ella siempre estaba delante,
viendo el tiempo venir.
Las agujas avanzaban igual, inevitables,
pero hacía horas que lo sabía.
Aún seguía en su huso sin pisarlo,
como si su cuerpo fuera solo un avatar
de su verdadera persona.
El calor y el sol radiante desconcertaban
porque sentía la brisa fría de los Campos Elíseos
acariciando su cara, moviendo su vestido.
Las nubes cubrían con convicción
los cielos de otoño de Barranquilla,
siempre horas antes,
siempre en una terraza frente al Sena.
Y el día llegó antes a su mente.
Por una vez, quiso volver.
Por última vez, quiso limpiar
el sudor de su frente
y mirar al cielo de Colombia,
dejar atrás los adoquines parisinos,
y tener solo unas horas más
para sentarse frente al ventilador
y ver cómo secaba sus lágrimas.
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